marzo 24, 2023
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Biografía de Luis Enríquez – La necesidad de 30 peleas

Tal vez la voz que le dijera que iba a ser boxeador nunca existió, porque el destino nunca está escrito de antemano, fue él mismo quien eligió serlo. Luis Enríquez hoy tiene cincuenta y nueve años, mide poco más de un metro ochenta de estatura y se conserva aún delgado. Lo veo pasearse bajo el tinglado del Club Manuel Obligado con su cabello canoso, peinado al costado. Es común  verlo sonriente y de buen humor. Luis ha pertenecido a una de las primeras generaciones de boxeadores en Reconquista. Fue testigo del crecimiento del deporte en el NEA, cuando Reconquista era un punto importante en el circuito boxístico de la región, por aquí pasó el mismo Carlos Monzón: allá a fines de los ‘60, boxeó en el Club Central y en el Club Adelante forjando su gran carrera. El mismo Luis atestigua que conoció personalmente a Nicolino Locche , quien pasó por Reconquista (en calidad de entrenador).

Me asegura haber traído el box en la en la sangre. Entre sus recuerdos más tempranos de la infancia se ve buscando en el patio de su casa un sachet de leche, se ve cargándolo de arena para usarlo como bolsa de box. (“Me decían que mi padre era boxeador, mis dos hermanos por parte de mi padre también lo practicaban, también mi hermano de crianza me decía que yo iba a ser boxeador”) el día en que su hermano mayor (“que era como mi papá”) le llevó un par de guantes envueltos en papel de diario. (“Me dijo, Primero tocalo y decime que es, y le dije que era lechuga, me acuerdo como si fuera hoy, su sonrisa, Abrilo. No te imaginas la alegría cuando lo abrí, y vi un par de guantesitos de box, él ya veía lo que me gustaba”.) Su vida cambió.

A los 11-12 años le regalaron otro par de guantes acorde al tamaño de sus manos. El boxeo ya no era un juego de chicos, comenzaba a tener otro tinte. Tenía un vecino llamado Juan, que se calzaba los guantes y guanteaban en el patio de su casa. Reconquista tenía las dimensiones de un pueblo, el universo para un niño del interior de un país que alternaba entre dictadura y democracia era mucho más puro, con sus escasas calles asfaltadas, a la vera de una ruta internacional igual de angosta que hoy. En ese tiempo supo que en el Club Platense (cuando todavía quedaba en calle Olessio) entrenaba el Gaucho Bazán. Tenía trece años, trece años era la edad con la cual subió por primera vez a un ring. Declara recordar muy poco de El Gaucho Bazán era un gran boxeador, al igual que su padre. En aquella oportunidad, Luis peleó contra un adversario tres años mayor, y empató.

Viajó a Villa Ocampo, con el hijo del Gaucho Bazán. Después hizo un alto hasta cumplir los 15 años, un amigo de Enríquez iba al Club General Obligado que lo invitó a ver cómo se entrenaba y él, sin dudar, un día jueves, fue a mirar. Al día siguiente ya estaba boxeando con el hoy, árbitro de box, Paulo Vega.

Recuerda a un técnico de San Justo que tenía intención de que fuera a entrenar con él, como Luis no quería, era ese mismo técnico quien le llevaba rivales. Entre ellos estaba el Campeón Argentino de 1973, de apellido Merlo, a quien Luis Enríquez le ganó por KO, también a Gorosito, (“también peleé con un campeón provincial de la ciudad de Rafaela, David Frías, Oscar San Juan era su segundo.”) En ese momento, Franco, el gran Marcial Franco, estaba pronto a su retiro (esa figura enigmática y sin embargo tan mencionada en el boxeo local).

Así como debajo del ring estaban los maestros, arriba, estaban los sparrings, los compañeros con quienes aprendía en profundidad las técnicas y mañas, como llaman en la jerga. Luis menciona a otros que sirvieron como ejemplo a seguir, en quien vio otras maneras de golpear y esquivar golpes: el “Chingolo” Encina quien peleó en Chaco contra Víctor Palma.

Luis llegó a las treinta peleas como amateur y su record consta de cuatro ganadas por puntos, cinco perdidas, tres empates, las demás, fueron todas ganadas por la vía rápida o por abandono. No fue un estilista, un boxeador que pule su guardia con los codos pegados al plexo, que ejerce su box con un intrincado trabajo de pies, fue más bien un pegador, con un estilo conciso, parco, efectivo. Un estilo en que me consta habrá estado provisto de buenos jabs de punta de izquierda al pecho, al rostro, y terminar con jabs demoledores, siempre manteniendo una raya imaginaria que el rival no debía cruzar, usando amagues, haciendo que el rival cayera en la trampa, a salir por uno de los flancos cuando el rival quisiera acorralarlo entre las sogas. (“Yo siempre estudiaba a mis rivales. Era muy pensante. Me decía mi entrenador que cuando pegara, que lo hiciera siempre con la izquierda en punta para mantener lejos al rival. Mis piernas eran mi salvación, también cuando me apuraban). Por este vendaval de KO´s fue apodado “Anestesia”. Uno puede preguntarse qué hubiera sido si Anestesia hubiera continuado subiendo y bajando la escalera del cuadrilátero, viéndoselas con un rival que era, en definitiva, él mismo.

Luis recuerda a Valentín Cisera, quien había hablado con el señor Brusa (el entrenador de Monzón y Baldomir), para que fuera a entrenar a Santa Fe, Valentín Cisera estaba dispuesto a ayudarlo a que se ubicara allí. Por cosas de la vida se quedó en Reconquista. Y tras abandonar el boxeo, cuenta Luis que se dedicó a trabajar como albañil, a dominar el oficio. Cambió su vida por otra, cambió de hábitos, abandonó el gimnasio y los cuadriláteros, abandonó esas sacrificadas dietas para llegar al peso, los guanteos. Se abocó a trabajar de albañil, comenzó a fumar, fue padre, se convirtió en jefe de familia. Una carrera intensa, y breve que quedó en la memoria de muchos.

Para finalizar, expertos afirman que cuanto más desarrolladas sean los pueblos, más diversidad de deportes se practicarán, pero el boxeo los trasciende, porque se pone la vida en él y es el dolor el móvil para salir adelante. En lo personal, como un simple aficionado, tuve cierta aprensión a los golpes. Creo que para convertirse en un amateur debe uno aprender a asimilarlos, a concientizarse de que ellos no matan, no paralizan, sino que en muchos sentidos, te vuelven más fuerte.

Por Andrés Ugueruaga

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