Introducción
En este brevísimo ensayo intento reconstruir una posible lectura o interpretación de la idea de la Muerte de Dios, de la que tanto se ha hablado. Para ello, me baso en algunas ideas de los filósofos que considero mis Maestros como Badiou, Lyotard y Žižek.
A partir de sus propuestas, propongo una especie de ecuación que homologa tres conceptos diferentes, pero que, de acuerdo a como lo veo yo, tienen un núcleo o puede reconstruirse un núcleo común, que no sería otra cosa que un nudo a partir de los cuales se perfila el significado intrínseco que circula y atraviesa transversalmente estos tres conceptos. Podría expresarse esta ecuación de la siguiente forma: Muerte de Dios=Muerte del Otro=Fin de los Grandes Relatos.
Estas tres ideas anudadas dan como resultado un concepto de representación que no puede dar cuenta de la totalidad de lo que intenta representar, quedando siempre un resto irreductible a la operación de representación. De este modo, el concepto de la Muerte de Dios se anudaría a la idea de la imposibilidad de una representación total y absoluta, tal como se intentará demostrar en estas reflexiones.
Obviamente, estas ideas son sólo provisorias y pretenden abrir la discusión pero no agotar el tema. Por eso, queda abierta la posibilidad de que estas ideas vayan madurando y clarificando tanto las cuestiones referidas a la Muerte de Dios como también las de la Representación, en especial, la presente en los discursos de las políticas actuales.
Representación, Dios y Otro
Desde sus orígenes probablemente griegos hasta el concepto moderno sobre el que se legitiman los gobiernos llamados «democráticos», el concepto de representación goza de una polisemia propia —obviamente— de todo palabra. Es más, como ya lo sabía el estructuralismo, las palabras son elementos de la estructura y su significación depende del lugar que ocupen en una determinada estructura.
Pero dejando de lado la cuestión lingüística —en la que no me pienso meter por razones, para mí, obvias—, es necesario quizá hoy más que nunca discutir sobre un término como éste, problematizarlo, e indagar qué es lo que está en su núcleo duro ideológico y sobre qué se asienta para afirmar lo que se cree que afirma.
Para no andar con ambages, voy a proponer la siguiente tesis: el concepto de representación tiene estrecha relación con el concepto de Dios, por lo menos, como este último ha sido entendido en la cosmovisión y en la historia del pensamiento en Occidente que, por supuesto, es decir cómo ha sido pensado principalmente en el continente europeo.
Ahora bien, que el concepto de representación se relacione con el concepto de Dios, se condice con una de las posibles definiciones del término representación, o sea, la de «ponerse en el lugar del otro». Me gustaría leer esta definición de un modo un tanto lacano-zizekiano y proponer la siguiente definición de representación: «representar es ponerse en el lugar del Otro» —con mayúscula, conocido también como «el Gran Otro»—.
De acuerdo con esta idea, Žižek identifica a este Otro o Gran Otro con Dios. Sin embargo, la identificación de estos conceptos, nos obligan a precisar a cuál concepto de Dios se referiría exactamente.
En el prólogo a su Breve tratado de ontología transitoria, Badiou propone una nueva lectura de la «muerte de Dios». Allí sostiene que en Occidente aconteció en tres planos diferentes. La primera, es la del Dios de las religiones que —según parece— ya empezó a morir con el «sermón de San Pablo» y que tuvo su punto culminante con la declaración de Nietzsche.
La segunda de las muertes fue la del «Dios de la Metafísica», es decir, el Dios de los filósofos, como el de Descartes, Kant y Hegel. Aquí también Nietzsche es un punto obligado, pero esta vez la agonía del Dios de la Metafísica se prolonga hasta Heidegger.
Lo curioso, señala Badiou, es que Heidegger, tras proponer una destruktion (que Derrida traduciría luego como desconstrucción) del Dios de la Metafísica, afirma luego que «sólo un dios podrá salvarnos». Este «dios» no sería otro que «el Dios de los poetas», como lo llama Badiou.
Este Dios de los poetas es, pese a todo, «un dios nostálgico»; sin embargo, esta nostalgia teológico-poética esconde la idea de «finitud». La tarea de la poesía contemporánea sería —según Badiou— romper con esta idea de finitud que nos confina a anhelar nostálgicamente la venida futura y siempre diferida de un dios salvador.
De todo esto se puede extraer la siguiente consecuencia: Si Dios y el Otro se identifican, eso significa que la Muerte de Dios y la Muerte del Otro serían la misma cosa.
Muerte de Dios y Fin de los Grandes Relatos
Aquí, se podría intentar pensar la Muerte de Dios en tanto Muerte del Otro en relación con lo que Jean-François Lyotard[2] denominó «el Fin de los Grandes Relatos» (es decir, las grandes ideologías del siglo XX, como el liberalismo, el socialismo, el fascismo y el cristianismo contemporáneo). Y me gustaría poder leer este Fin como la pérdida de eficacia simbólica de los Significantes Amos que dominaron el campo ideológico del siglo XIX y hasta la mitad del siglo XX. La ideas de la Ilustración (de Libertad, Igualdad y Fraternidad) y la idea de Progreso del positivismo, y la noción de un desarrollo lineal e inevitable de la Historia de la Humanidad de Hegel hasta el marxismo.
En este sentido, la idea de representación como «ponerse en el lugar del Otro» propone algo que no es posible. Y no lo es, justamente, porque el Otro ha muerto. O quizá sirva la metáfora clínica que utiliza Žižek[3] para demostrar la Muerte de Dios. Žižek afirma que, en la terapia psicoanalítica, el paciente está curado cuando se da cuenta de que «el Otro no existe»; o bien, puede que exista, pero que es «absolutamente impotente»: no nos puede ayudar en nada, pero tampoco puede intervenir en nuestra historia. Dios —pero también Nación, Patria, Raza, Religión, etc. — sería un Significante Amo que ha perdido su poder, es decir, su eficacia performativa. Lo performativo es una cualidad del lenguaje de producir en efectos concretos. Así, cuando un juez dice: «Los declaro marido y mujer»; o cuando un presidente afirma: «Doy por cerrada la cesión», se están produciendo efectos prácticos a través del lenguaje. De esa misma manera, los Significantes Amos producen efectos en nuestra vida cotidiana y tomamos esos significantes como si realmente existieran. Por ejemplo, el nombre de los días de la semana. Tanto el día “lunes” como el “domingo” no existen realmente fuera del lenguaje, fuera de cierta estructura simbólica. Sin embargo, nosotros nos comportamos muy diferente un lunes que un domingo. O sea, la eficacia simbólica o performativa de los Significantes Amos se asienta sobre la creencia de las personas en su eficacia.
La idea de Representación como excrecencia
Lo mismo sucede en nuestras sociedades con el significante «Democracia» que paradójicamente se sustenta sobre el concepto de «Representación». Nuestra Constitución Nacional afirma que «el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes». Es interesante ver que, de acuerdo con el lugar de enunciación de esta proposición, los que nos gobiernan ¡no serían parte del pueblo! En otras palabras, los representantes pretenden ocupar el lugar del otro, pero en esa pretensión se termina por realizar un corrimiento que va desde el otro (con minúscula) al Otro (con mayúscula). Cabe aclarar que el otro aquí serían las personas presentadas realmente en una determinada situación; y que el Otro sería sólo una imagen de ese otro real, una ficción ideológica. Así, al producirse el deslizamiento desde el otro al Otro se produce lo que Badiou llama una «excrecencia». Me explico: para que haya representación es necesario que haya “algo” que se tenga que representar. En caso de que algo presentado esté también representado, eso sería una situación «normal». En el caso de que esté presentado pero no representado, sería «singular». Pero en el caso de que una cosa esté sólo representada pero no presentada, es decir, en el caso de que existiera el Otro sin el otro, estaríamos en ante una «excrecencia», una representación sin presentación.
A la idea de que el Otro podría ser una representación sin presentación o una excrecencia, hay que agregarle además que los que sostienen la posibilidad de la representación, se basan en la idea de «Todo» como conjunto de todos los conjuntos. Evidentemente, este superconjunto sólo sería posible si lo Uno es. Pero, como bien lo demostró Badiou, lo Uno no es, porque el ser es múltiple. Lo Uno sería un resultado y no un ser. Por lo tanto, dada la multiplicidad múltiple del ser no es posible pensar el ser de lo Uno, pero tampoco tiene lugar la idea de Todo en tanto metaestructura omniabarcadora de los conjuntos.[4]
En este sentido, la idea de representación se basa en la posibilidad de la existencia del Todo a partir de la idea de que lo Uno es. Sin embargo, la Muerte de Dios, entendida como la Muerte del Otro, es decir, de la pérdida de la capacidad de los Significantes Amos para producir efectos performativos, —pero sobre todas las cosas, la verdad metaontológica de que lo Uno no es—, hacen imposible poder decir que alguien podría representar los intereses de un determinado grupo sin correr el riesgo de ser inconsistente. Los representantes sólo representan a la representación misma —en el mejor de los casos—; es decir, no representan aquello que dicen representar, sino que sólo hacen como si estuvieran representando un conjunto homogéneo y con intereses particulares también homogeneizables. La Muerte de Dios en tanto Muerte del Otro, no sería otra cosa que la Muerte de lo Uno como cualidad intrínseca del ser, lo cual hoy sabemos que, gracias al descubrimiento del gran matemático George Cantor, eso es simplemente imposible.
Conclusión
De todo lo anterior, podemos extraer las siguientes conclusiones. En primer lugar, si entendemos la idea de Representación como la de «ocupar el lugar del Otro», esto significa que aquel que, por ejemplo, se arrogue la pretensión de Representar a otro, en realidad no podría hacerlo. Esto se resuelve de modo simple. Si pensamos que el otro con minúsculas podría ser el Hombre o la Humanidad, hay que saber que ésta está escindida, dividida por lo menos en dos partes diferentes: Varones y Mujeres. En el mencionado caso, ¿A cuál de los dos «otros» de los que se conforma la Humanidad representaría el pretendido representante? (Puesto que sabemos que los intereses de una y otra parte no son necesariamente idénticos ni homogéneos). En consecuencia, el Otro de la representación no puede abarcar el todas las partes del conjunto, puesto que siempre le quedará un resto al que no podrá representar consistentemente. Ergo, Dios ha muerto.
En segundo lugar, si la muerte de Dios se identifica con la muerte del Otro, esta muerte se manifiesta en lo que Lyotard denominó «el Fin de los grandes relatos (o metarrelatos)», que aquí interpretamos como la pérdida de eficacia simbólica de los Significantes Amos que rigen nuestro universo simbólico. Éstos, si bien no han desaparecido por completo, tampoco podemos afirmar que tengan el mismo valor o efecto sobre todas las personas del mundo. El caso más evidente es el de la idea de Dios, que si bien tiene un influyo en muchas personas, no es ya un referente significativamente universal para éstas.
Por último, y de acuerdo con lo anterior, todo esto nos lleva a la conclusión de que la pretensión de representar al otro implica siempre un peligro de la «excrecencia», es decir, de una representación sin representado; o bien, de una representación parcial —y por lo tanto, inconsistente— de los intereses del otro. La cuestión más obvia aquí es que el que quiere representar afirma hacerlo representando los intereses del otro, pero no hace explícitos sus propios intereses y menos aún si estos coinciden o no con los de sus supuestos representados. Probablemente, aquí esté la trampa de todo sistema representativo: que como el representante cree que los intereses de todos son homogeneizables, entonces los intereses propios de éste coinciden con los de todos los demás. Pero esto sólo sería posible si se considera que lo Uno es; pero se ha visto que lo Uno ontológicamente hablando no es, sino que es un resultado, puesto que sólo existen los múltiples de múltiples. En este sentido, lo no sería posible representar los intereses de los demás sin caer siempre en un margen de inconsistencia, es decir, que siempre quedaría un resto irreductible que quedaría irrepresentado. Es justamente ese resto irrepresentado el que filósofos como Jacques Rancière y Alain Badiou (y también Lyotard) consideran los verdaderos representantes de lo universal.
Notas:
[1] Agradezco la invitación de mis amigues editores de Raya al Medio para poder pensar este cuestión, la cual probablemente surgió de la intuición por parte de mis amigues (en especial de Veronica) de que a los actuales representantes políticos y gremiales no les alcanzaría con realizar «un esfuercito más si quieren ser republicanos», como bien supo decir, de una vez para siempre, el famoso Marqués de Sade.
[2]Ver LYOTARD, J-F. (1991). La condición posmoderna: Informe sobre el saber. 2ª ed. Buenos Aires: Red Editorial Iberoamericana.
[3]Ver ŽIŽEK, S. (2005). El títere y el enano: El núcleo perverso del cristianismo. Buenos Aires: Paidós.
[4] Sobre el tema de la dialéctica de lo Uno/múltiple, remito al excelente libro de BADIOU, A. (2003). El ser y el acontecimiento. Buenos Aires: Manantial.
*5- Peter Paul Rubens + info: https://es.m.wikipedia.org/wiki/Pedro_Pablo_Rubens