El fracaso teórico
Gracias a una compañera del Curso de Secretaria Administrativo de la EETP N°462, Karen Gayo, llegó a mis manos, en calidad de préstamo, el libro que escribió este año el concejal Eduardo Paoletti.[1] No obstante, —si se me permite una confesión— estaba evitando escribir algo al respecto, por varias razones. En primer lugar, porque recién comienzo a leer el libro, y me gustaría tener una visión de conjunto de sus escritos, para luego realizar una valoración más ecuánime de sus opiniones. Y, espero, pronto llegue ese momento. En segundo lugar, porque estoy escribiendo sobre —y quizás haciendo propaganda de— el pensamiento de un precandidato a concejal, lo cual se puede interpretar como una forma de contra-propaganda electoral. En tercer lugar, porque no me gustaría que estas reflexiones se interpreten como un caso de la más odiosa soberbia, ya que mis puntos de vista difieren, teórica y políticamente, lo suficiente como para que la brecha sea casi insalvable. Sin embargo, pensé que sería oportuno ir esbozando algunas consideraciones que me fue sugiriendo este trayecto de lectura que comencé —interrumpidamente— hace pocos días.
De acuerdo con la estructura del libro de Paoletti, creo haber terminado con la lectura de su sección de «cuentos». Ciertamente, este apartado me sorprendió por lo inusual de la inserción del género dentro de un libro que se suponía era un compilado de ensayos políticos sobre cuestiones sociales. Aunque, se dejan traslucir, en esos escritos iniciales, algunas preocupaciones políticas y teóricas, las cuales se podrían llegar a considerar como una especie de hilo conductor implícito que le da unidad y coherencia a todo el libro. Sin embargo, no puedo evitar hacer eco de algo que leí en un hermoso libro literario del filósofo Fernando Savater. En el «Envío» de Criaturas del aire,[2] Savater —citando al novelista Juan Benet— afirma que, contrariamente a lo que por lo general se admite —que el crítico es «un creador fracasado»—, se puede afirmar exactamente lo inverso: es el «novelista —y no el ensayista— un crítico fracasado».[3] Y, con esto, no quiero decir que Paoletti sea un fracasado. Sino que, esa inserción inusual de textos literarios dentro de un libro de ensayos, lleva a cuestas el fracaso a la que se ve condenada toda teoría que no puede lograr llegar hasta el rango de tal, y que, por lo tanto, necesita del recurso literario para poder aparecer y presentarse de alguna manera.[3,5] De acuerdo con lo anterior, parecería que el éxito literario conlleva siempre la mácula de un fracaso teórico. Pero, ya habrá —seguramente— más oportunidades de profundizar la discusión y el análisis sobre las cuestiones teóricas.

El fútbol como hecho social
Pese a lo anterior, el texto de Paoletti que, personalmente, me pareció más significativo, es uno en el que habla sobre el fútbol. Allí, Paoletti hace una reflexión —que es más bien una apología— sobre el fútbol como deporte que tiene su razón de ser en el afecto que causa en todos aquellos a los que les gusta este deporte. Es decir, el gusto por este deporte, es la causa de algo misterioso que hace del fútbol un deporte tan querido y que nos provoca tanto placer.
Entonces, si se admite que el fútbol es algo que apasiona a muchos, alguno, con razón, podría llegar a preguntarse por qué. El desafío filosófico, entonces, es poder elevar el afecto, público y masivo, —con el cual se inviste al fútbol— hasta llegar al concepto de ese afecto. Para ello, me gustaría proponer aquí dos perspectivas de análisis. Una, que consistiría en considerar al fútbol como hecho social, en el sentido en que entiende este concepto el sociólogo Emile Durkheim. Desde esta perspectiva, es evidente que el fútbol lo es, o bien, puede ser considerado como tal. Pero, a diferencia de lo que piensa Paoletti, este concepto sostendría que «el gusto» por el fútbol, no es necesariamente un deseo nacido del propio individuo, sino el efecto de una coacción que le viene desde fuera, por lo cual, se convertiría de este modo en depositario —para decirlo en lacaniano— del deseo del Otro.
Por otra parte, si bien puede ser evidente que el fútbol como fenómeno pueda ser considerado como un hecho social, lo que quedaría por aclarar aún es lo siguiente: ¿puede ser considerado, por eso mismo, también un hecho político? En este punto, parecería que el fútbol tiene más las características de lo que Althusser denominó Aparato Ideológico de Estado (AIE); y de hecho, la política y la ideología, a las cuales se las suele confundir como sinónimos, en sentido estricto, no lo son: la ideología tiene como función social la de mantener la estructura de la realidad inalterada a través de la reproducción de los medios de producción; o sea, a través de la repetición de las actuaciones sociales. En cambio, la política tiene como finalidad transformar las estructuras sociales para instituir una sociedad más justa para todos. En otras palabras, la ideología tiene una intencionalidad netamente conservadora, mientras que la política tiene una finalidad intrínsecamente transformadora.
Ahora bien, ¿Por qué el fútbol puede ser considerado un hecho social? Pero, primeramente, ¿qué entendemos por hecho social? Comencemos por esta última cuestión. Emile Durkheim, en su libro Las reglas del método sociológico,[4] define al hecho social como «un orden de hechos que presentan características muy especiales: consisten en modos de actuar, pensar y sentir, exteriores al individuo, y están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se imponen sobre él. Además, no pueden confundirse con los fenómenos orgánicos, pues consisten en representaciones y en actos; ni con los fenómenos psíquicos, los cuales sólo existen dentro de la conciencia individual y por ella». (Durkheim, 1997, págs. 40-1).
Desglosemos la definición. En primer lugar, Durkheim sostiene que los hechos sociales «consisten en modos de actuar, pensar y sentir, exteriores al individuo» ¿Qué significa exactamente esto? Justamente, que los hechos sociales tienen su origen en algo distinto del individuo, fuera de él, en un espacio externo que se podría en principio denominar como campo social. O para decirlo más directamente, que el origen de estos modos es inconsciente, y no dependen en nada de su voluntad. En este sentido, la causa de estos modos es en gran medida desconocido por el individuo, aunque eso no significa que no los perciba de alguna manera, pero debe quedar claro que no por eso son producto de sus propios deseos o de su actividad volitiva. Permítanme poner un ejemplo. En mi caso particular, el fútbol no es uno de los deportes que más me gustan. Por lo general, vivo con cierta indiferencia los partidos nacionales o internacionales menos relevantes. Sin embargo, en las épocas de los Mundiales, —sobre todo me sucedía cuando era chico— me sentía con una euforia y un interés poco frecuentes en mí sobre este deporte. Es más, me dedicaba a seguir, casi obsesivamente, todos los partidos y los resultados, e incluso llegué a rellenar los casilleros vacíos de los fictures de los partidos que se iban jugando, descontando aquí el hecho de llegar a estar informado de los demás partidos que se relacionaban, directa o indirectamente, con el resultado del equipo de devoción. No obstante, ninguno de estos «sentimientos» (o «modos de actuar, pensar y sentir») eran causados por mí mismo, porque a mí, particularmente, no me gusta el fútbol. ¿Cómo explicar este fenómeno?
Aquí, entra en juego la segunda parte de la definición, donde se afirma que estos modos «están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se imponen sobre él». La coacción es originada exteriormente al sujeto, y es ésta la causa de que nos sintamos —a veces, sin querer, o bien, que de repente comencemos a tener— ganas de algo que no nos gusta generalmente, o que sintamos algo que por lo general no nos nace espontáneamente. De hecho, esta coacción social, que atraviesa nuestro cuerpo y nuestra psiquis, no es producto de nuestra propia actividad subjetiva. El hecho social da cuenta de que algo puede influirnos desde fuera sin que por eso nosotros seamos los causantes de eso que nos sucede. Esto explicaría por qué el fútbol suele gustarles a todos (o a casi), justamente, porque ha sido instituido como un fenómeno social, o más exactamente como un hecho social. De este modo, aunque parezca que no, el fútbol no necesariamente nos gusta porque nosotros así lo deseamos, sino que lo deseamos porque nos ha sido impuesto, inculcado por coacción, y no porque nosotros seamos unos apasionados. Lacan denominó «éxtimo»[4,5] a este tipo de sentimientos íntimos pero a la vez ajenos a nosotros, como si se tuviera un cuerpo extraño dentro, cuyo ejemplo en el Cine es el del Alien (que se incuba dentro del cuerpo humano como un parásito-huésped que termina matando a su anfitrión). Del mismo modo, los hechos sociales son éxtimos, y así es como hay que entender todo lo que sentimos respecto de cuestiones sociales, en general, y al fútbol, en particular.

El fútbol como AIE
Ahora bien, lo que francamente me interesó del texto de Paoletti sobre el fútbol, fue un párrafo donde hace alusión a la supuesta capacidad de cohesión social que tiene este deporte, el cual, con un simple elemento —la pelota— puede ser capaz de superar y dejar sin efecto a todas las teorías filosóficas y políticas de Karl Marx. Esto es, evidentemente, un exabrupto de Paoletti, pero nos da someramente un indicio de su pensamiento (político) y de su ignorancia respecto del marxismo (podríamos decir: su pensamiento teórico). En el párrafo al que me refiero, Paoletti afirma que: «Quizás será que este deporte está desprovisto de clase, de diferencias sociales. Porque no necesita más que la pelota para ponernos en pie de igualdad y cumplir con esa utopía que Marx pretende, de pasar a esa etapa más científica donde el comunismo se haga realidad, y que en la cancha parece suceder» (Paoletti, 2017, pág. 36). Aquí, en primer lugar, hay que hacer una aclaración sobre cómo concebía Marx al comunismo. Marx [5] lo dice claramente: «Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el actual estado de cosas» (Marx & Engels, 1987, pág. 37). Paoletti confunde aquí objetivo político con utopía, cosa que habría que hacerle saber que no son lo mismo. Es como si alguien quisiera confundir el cristianismo (en su modo histórico actual) con el Reino de los Cielos, y afirmar en consecuencia que «el cristianismo es una utopía». Hasta un niño se daría cuenta de que ambas son cosas totalmente distintas. El comunismo es el modo en que se presenta una alternativa política al actual estado de cosas y que, por tener en sus propuestas la abolición de ese estado de cosas, a su vez, lo supera. El comunismo es la superación teórica y práctica del capitalismo, así como el cristianismo en San Pablo es la superación del estado de pecado (si me permiten la analogía).
En segundo lugar, también habría que hacerle saber a Paoletti, que si el fútbol quizá sea un deporte «desprovisto de clases, de diferencias sociales», no es porque materialice alguna supuesta utopía, ni porque políticamente se base en una máxima igualitaria, sino porque el fútbol funciona desde hace mucho tiempo —para decirlo en términos de Althusser— como Aparato Ideológico de Estado (AIE).[6] En este sentido, el fútbol —tal como nos lo propone Paoletti— no sería, como en el comunismo, la acción política por medio de la cual se abolirían todas las clases sociales, sino que estaría por encima de las clases y de los intereses, de la misma manera en la que está el Estado burgués respecto de estas clases, pero no para igualarlas, sino para negar la brecha que separa a una clase de otra. Cabe aclarar que, la negación de esta brecha, implica justificar la dominación de una sobre otra. En este sentido, es que para Lenin el Estado es un instrumento de dominación de clases.[6,5] El fútbol, aunque no sea necesariamente de gestión estatal, ayudaría al Estado burgués en su tarea de reproducir las condiciones de producción para mantener y asegurar el normal funcionamiento de las cosas, es decir, para asegurar la dominación de la clase dominante sobre las demás clases sociales. El fútbol sería uno de los tantos aparatos —o estructuras— que se utilizan desde el Estado para que la brecha que separa los intereses de una clase y de la otra, permanezca invisibilizada, ignorada, y anestesiada. El fútbol así sería —si me permiten parafrasear una frase que se le atribuya a Marx— «el opio de los pueblos» (aunque, cabe aclarar, no el único), en el preciso sentido de que ayuda a mantener adormecida la conciencia de los miembros de las clases dominadas para la perpetuación del statu quo.[7]
Todo esto nos lleva a la siguiente conclusión: si bien el fútbol «no es sólo fútbol» como afirma Paoletti, esto no es «porque no necesita más que la pelota para ponernos en pie de igualdad y cumplir con esa utopía que Marx pretende, de pasar a esa etapa más científica donde el comunismo se haga realidad, y que en la cancha parece suceder», sino que detrás del simple espectáculo deportivo, hay toda una parafernalia cuya razón de ser radica en que se utiliza al fútbol como una forma de dominación social, o sea, como aparato ideológico del Estado, y por eso tiene la apariencia de ser superador de las desigualdades sociales. Sin embargo, como lúcidamente señaló mi amigo, el Lic. Germán Crudeli,[8] basta con ir a la cancha, o preguntar por el precio de los canales codificados, para darse cuenta de que no todos pueden acceder a todos los partidos como hace suponer Paoletti. El fútbol no es para todos, o mejor dicho, es para todos, siempre y cuando se tenga los recursos para acceder a él. Además, dentro de la canchas, hay una gradación de clases muy evidente, entre preferencial, platea, o tribuna. Las diferencias están patentes, pero se las suele ver como algo natural, y no como el producto de años y años de injusticias del Estado y de las clases dominantes sobre el resto de las clases sociales. Esta naturalización es el efecto ideológico de los aparatos que describió tan genialmente Althusser y que Paoletti parece no poder percibir. En realidad, una pelota no nos pone en pie de igualdad entre clases sociales, sino que marca la brecha entre el dueño de la pelota y los que no pueden comprarse una gracias a las injusticias del Estado burgués y sus aparatos ideológicos y represivos.
Notas:
[1] Paoletti, E. (2017). Aicho nos vamos a callar. Reconquista, Santa Fe, Argentina: Editorial Semanario Reconquista.
[2] Savater, F. (2004). Criaturas del aire. Madrid: Taurus.
[3] Más exactamente, expresa Savater: «En una conferencia sobre El Quijote, apuntó con inequívoca agudeza el novelista Juan Benet: “A menudo la obra literaria propia se produce como un imperfecto —pero logrado— intento de desvanecer el misterio que la literatura opone al conocimiento. Se ha dicho con frecuencia que un crítico es un creador fracasado; un hombre que teniendo talento para escribir pero careciendo del necesario para crear personajes, situaciones, temas y problemas originales, ha de verter su inspiración y estrujar sus facultades sobre lo que han hecho otros. Yo, desde una perspectiva genética, opino en buena medida lo contrario: el novelista es un crítico fracasado, un hombre que por querer llevar hasta un límite imposible el conocimiento del arte que le apasiona —o de uno sólo de los productos de su predilección— no encuentra otra salida que la creación, a la vista del rechazo que la obra de arte opone al conocimiento total analítico”». Savater, (2004). Op. Cit. «Envío a don Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate, duque de Alba y conde de Aranda».
[3,5] Para evitar algún malentendido, es importante tener en cuenta que el hecho de que un texto fracase como teoría, no significa que por ello lo haga como creación literaria, en cuanto creación artística. En un sentido más estricto, la cultura misma es una especie de fracaso, o bien, como lo señala excelentemente Lévi-Strauss, la cultura es un acto fallido que ha tenido éxito: Literalmente, Lévi-Strauss afirma: «las superestructuras son actos fallidos que “han tenido” éxito». Cf.Lévi-Strauss, C. (1998). El pensamiento salvaje. (F. González Arámburo, Trad.) México, Argentina, Brasil, Colombia, Chile, España, Estados Unidos de América, Guatemala, Perú, Venezuela: Fondo de Cultura Económica, pág. 367.
[4] Durkheim, E. (1997). Las reglas del método sociológico. (E. De Champourcín, Trad.) México: Fondo de Cultura Económica.
[4,5] Este concepto aparece en La ética de psiconálisis de Jacques Lacan, pero le debo la noticia a Slavoj Žižek, que lo nombra en varios de su libros. En mi caso particular, lo leí por primera vez en Žižek, S. (2005). El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo. (A. Bixio, Trad.) Buenos Aires: Paidós.
[5] Marx, C., & Engels, F. (1987). La Ideología Alemana. Crítica de la novísima filosofía alemana en las personas de sus representantes: Feuerbach, B. Bauer y Stirner y del socialismo alemán en sus diferentes profetas. (W. Roces, Trad.) México, Barcelona, Buenos Aires: Grijalbo.
[6] Althusser, L. (2003). Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y Lacan. (J. Sazbon, & A. J. Pla, Trads.) Buenos Aires: Nueva Visión. Aquí, Althusser propone un descripción, una definición y una explicación de los AIE (Aparatos Ideológicos de Estado): «Designamos con el nombre de aparatos ideológicos de Estado cierto número de realidades que se presentan al observador inmediato bajo la forma de instituciones distintas y especializadas. Proponemos una lista empírica de ellas, que exigirá naturalmente que sea examinada en detalle, puesta a prueba, rectificada y reordenada. Con todas las reservas que implica esta exigencia podemos por el momento considerar como aparatos ideológicos de Estado las instituciones siguientes (el orden en el cual los enumeramos no tiene significación especial): /AIE religiosos (el sistema de las distintas Iglesias), /AIE escolar (el sistema de las distintas “Escuelas”, públicas y privadas), /AIE familiar, /AIE jurídico, /AIE político (el sistema político del cual forman parte los distintos partidos), /AIE sindical, /AIE de información (prensa, radio, T.V., etc.), /AIE cultural (literatura, artes, deportes, etc.)».
[6,5] «Según Marx, el Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del “orden” que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases». Lenin, V. I. (2009). El Estado y la revolución. (G. Fundación Federico Engels, Trad.) Madrid: Fundación Federico Engels, p. 29.
[7] Habría que advertir que, puesto que el opio es efectivo para adormecer la conciencia, no es recomendable utilizarlo si se está por manejar o escribir libros.
[8] Conversación privada del día 16 de agosto de 2017.