Se ha afirmado que los perros son los «mejores amigos del hombre»: fidelidad, lealtad, amabilidad, dulzura; pero también coraje, valor, perseverancia, obstinación y temeridad si se trata de defender a sus seres queridos de algún eventual peligro. Sin embargo, lo que posiblemente nunca se nos ocurrió es ¡que también son los mejores filósofos! En este artículo, se propone una visión de la actitud perruna de los filósofos tal como lo desarrolla Platón en su libro La República, y sus consecuencias ontológicas, gnoseológicas, éticas y políticas.
La actitud filosófica de los perros y la actitud perruna de los filósofos
La filosofía de Platón está actualmente un tanto desacreditada, sobre todo por la crítica nietzscheano-heideggeriana que comenzó una lectura postmoderna de los postulados platónicos, en especial a la relación alma-cuerpo que presupone avant la lettre otra crítica, pero esta vez, a la teoría del sujeto cartesiano, el cogito. Sin embargo, algunos filósofos contemporáneos como Alain Badiou, insisten en que hay que volver a leer a Platón, e incluso escribir libros como la República o el Banquete. Lejos aún de la pretensión de escribir libros tan magnánimos como los mencionados, se puede empezar por lo que se puede hacer, como por ejemplo, leer los Diálogos, imperdibles tanto desde el punto de vista filosófico como desde el literario.
En la República, por ejemplo, hay unas curiosas reflexiones de un Sócrates que plantea a sus interlocutores la insólita idea que los perros tienen ciertas actitudes propiamente filosóficas que deben ser tenidas en consideración. Propongo la lectura del siguiente extracto, donde Sócrates conversa con Glaucón, y que es ilustrativo de esta situación filosófica inusual y que, además, no tiene desperdicio:
Sóc. «—¿Pero no crees que nuestro futuro guardián necesite todavía de otra cualidad y que, además de ser un hombre fogoso, deba ser naturalmente filósofo?
Glauc. »—¿Cómo? —preguntó—. No entiendo.
Sóc. »—Es una cualidad —contesté— que también puedes observar en el perro, lo cual es digno de admiración por tratarse de un animal.
Glauc. »—¿Y en qué consiste?
Sóc. »—Consiste en que el perro gruñe cuando ve a un desconocido, aunque no le haya hecho ningún daño, y acoge cariñosamente a la persona conocida, aunque no le haya recibido ningún bien de ella. ¿Nunca te ha sorprendido esa conducta?
Glauc. »—Hasta ahora no había reparado en ello —contestó— pero es verdad que así se conduce.
Sóc. »—Pues bien, con ese modo de ser manifiesta una naturaleza sutil y verdaderamente filosófica.
Glauc. »—¿Y en qué?
Sóc. »—En que sólo diferencia —dije— al amigo del enemigo porque conoce al primero y al segundo no. Pues bien, ¿cómo negar que siente deseos aprender el que distingue al amigo del extraño por el conocimiento o el desconocimiento?
Glauc. »—No es posible negarlo.
Sóc. »—Pues bien —continué—, estar deseoso de aprender y ser filósofo ¿no es acaso lo mismo?
Glauc. »—Es lo mismo, en efecto —contestó.
Sóc. »—¿Podemos, pues, animarnos a establecer lo mismo tratándose del hombre? ¿Admitiremos que si es amable con sus familiares y conocidos será filósofo por naturaleza y estará deseoso de aprender?
Glauc. »—Admitámoslo —dijo» (Platón, 2014, págs. 203-4).
Ahora bien, además del «amor por el conocimiento» (que dicho sea de paso, es el juego de palabras que hace aquí Sócrates en relación con la palabra «filósofo», o sea, «amante de la sabiduría»), hay además otras características de las que un filósofo podría sacar provecho de la conducta de este noble animal; como, por ejemplo, la de cierta obstinación sistemática, una evidente fidelidad metódica, y una inequívoca virtud ética (incluso en el sentido aristotélico del término virtud). ¿O acaso no hay algo de sistemático en que un perro se despierte todos los días a la misma hora para que le abran la puerta para salir a hacer sus necesidades? ¿O en ladrar, por ejemplo, como hace mi mascota, cuando escucha el timbre de la puerta aunque esté viendo que soy yo mismo el que lo está haciendo; es decir, siendo indiferente a los sentidos y manteniéndose fiel a su método sistemática y obstinadamente? Además, el hecho de que lo haga siempre y perseverantemente lo mismo, ¿no lo convierte a eso en una especie de virtud, entendida como un hábito que uno debe lograr con disciplina y esmero para lograr la excelencia ética? No es casualidad que la escuela cínica, que fundó un discípulo de Sócrates llamado Antístenes, haya adoptado al perro como emblema de esta escuela (a los que llamaban «perros» porque dictaban sus clases en el pórtico del «perro ágil» (κυων αργος, kýon argós; de donde proviene la palabra κυνικος, kynikós, «similar al perro»). O en palabras de André Comte-Sponville: «Se les llamó perros, porque enseñaban en la plaza cynosarges (el perro ágil) y desdeñaban todo pudor. Lo convirtieron en su emblema. “En efecto, soy un perro —decía Diógenes—, pero un perro de raza, de los que velan por sus amigos”» (Comte-Sponville, 2005, pág. 103).
Y siguiendo con la metáfora perruna, no es casualidad que consecuentemente haya sido una escuela de la virtud (ética), sin mencionar el hecho de que como todos los filósofos eleáticos, negaba la realidad de las cualidades sensibles, puesto que aceptarlas implicaría afirmar que el ser es y no es a la vez; o sea, una contradicción lógica. ¿Acaso no se puede decir que esto es una forma de «ladrar» siempre que toquen el timbre independientemente de lo que los sentidos nos informen en ese momento?
Por otra parte, no hay que perder de vista que, en un párrafo anterior en este relato, Sócrates hace alusión al «fragmento 97» de Heráclito, donde afirma que «los perros sólo le ladran a los que no conocen». Desde de la perspectiva socrática este punto no es menor. Pues, si bien el perro es un «amante del conocimiento» es también un ser que tiene plena consciencia de lo que no conoce. Aquí es posible que los perros filósofos estén, respecto de la Verdad, un paso delante de todos aquellos que creen saber algo sin saber en realidad nada. El perro filósofo es un socrático empedernido puesto que sabe que no sabe. Y no sólo eso, sino que lo manifiesta abierta y públicamente, sin temor a ser considerado un ignorante y ser ridiculizado. Así, al afirmar lo que conoce, pero sobre todo, lo que no conoce el perro se convierte en un auténtico filósofo. El perro filósofo sabe que no sabe nada.
Ahora bien, la famosa máxima socrática sobre saber que no se sabe nada no es tan simple como pueda parecer a simple vista. Pues, para saber que no se sabe, tiene que haber un punto con el cual cotejar nuestro conocimiento y nuestra ignorancia. Es una cuestión que tiene que ver con una relación estrecha con la Idea de Verdad. Es decir, tener cierta intuición a priori de la Verdad (lo que implica, como afirma Spinoza, tener ya una Idea verdadera). En otras palabras, para saber que no se sabe hay que tener antes un conocimiento sobre lo que es saber a partir del cual poder comparar lo que nuestro saber o nuestra ignorancia respecto de ese saber.
En nuestra ciudad (Reconquista), hay un programa radial que tiene como lema la frase: «para los que quieren saberlo todo». Lo interesante de este sintagma es que primero está dirigido a los varones (cisnormativos) y excluye a las mujeres. Saberlo todo es una condición de la masculinidad en cuanto tal, puesto que el todo es masculino. Sin embargo, desde Lacan sabemos que el todo es, en realidad incompleto, porque le falta su contraparte femenina, por lo cual queda al descubierto la inconsistencia y la incompletud del todo. Por eso, se afirma que lo femenino es «no-todo»; es decir, el resto que le falta al todo para ser total y absolutamente completo. En consecuencia al todo (masculino) le falta un resto (femenino), de modo tal que aunque pudiésemos saber «todo» todavía nos restaría algo por saber. Por lo tanto, la frase «para los que quieran saberlo todo» es una suerte de promesa de un proyecto que está abocada al fracaso. Nunca se podrá realizar. Además, es rea de la sospecha de que, al ser una promesa que no se va a cumplir, además de la calidad de fraude, convierte a la información en una especie de mercancía (es decir, como vimos en mi artículo anterior, en una cosa que tiene un vacío constitutivo).
Ahora bien, a diferencia de quienes «quieren saberlo todo», el perro filósofo es consciente de que no sabe todo, «sabe que no sabe», pero además sabe que nunca podrá saberlo todo sin correr el riesgo de que le pueda faltar algo por saber; sabe, psicoanalíticamente hablando, que está castrado para siempre, que nunca podrá compensar con el conocimiento eso que le falta. El único camino que le queda es el amor: «Amamos porque no sabemos todo», (dijo un Žižek evidentemente inspirado en 1 Corintios, 13, pero también en contra del mencionado programa radial) (Žižek, 2005, pág. 158). Así, sólo los que son conscientes de que no saben, como los perros filósofos, son capaces de amar.
El perro filósofo y el filósofo perruno
Ahora bien, puesto que estamos hablando de amor y de los perros filósofos, es pertinente quizá preguntar si las personas que aman a los perros estarán también inclinada a amar por ese mismo hecho también a los filósofos, es especial, a los filósofos perrunos. Y aunque, por lo general, la experiencia suele desmentir este hecho, lo cierto es que en el amor hay componentes que tienen características del perro filosófico socrático. Platón era de los que creía que uno amaba/desea algo que no tenía. En este sentido, amar/desear es ser consciente de una falta. Por lo tanto, para amar/desear uno debe saber que no tiene eso que desea/ama. O sea, el filósofo perruno sería aquel que es también un filósofo socrático en tanto que para amar la sabiduría (tal es la etimología de la palabra filó-sofo), sólo podrá hacerlo si sabe que no sabe.
Las personas, por ejemplo, que afirman amar a los perros por lo general no suelen ser conscientes de que no saben (puesto que ella afirman saber que aman a los perros). En este sentido, es muy probable que quizá no estén amando en el sentido socrático-platónico que aquí estamos proponiendo. Y esto explica por qué tampoco suelen amar los filósofos perrunos: porque no saben que no saben nada. Es decir, se encuentran todavía en el plano del todo que no es consciente de su no-todo. O sea, que se puede afirmar que respecto del conocimiento de su amor sobre los perros, estas personas lo saben todo; y por lo tanto, ignoran la dimensión de la falta, del resto, que es necesario para amar verdaderamente. Por eso, se podría esbozar la siguiente máxima para los amantes del todo: «Ten cuidado con lo que sabes» (en el mismo sentido que Lacan afirma: «Ten cuidado con tu imagen»). En consecuencia, el filósofo perruno sería aquel que tiene en cuenta este cuidado sobre lo que sabe y lo que no sabe.
En fin, como dijo Bugs Bunny: «¡Eso es todo, amigos!»; sin embargo, en lo respecta a la dialéctica saber/no saber, al amor y a la filosofía, no-todo está dicho.
Referencias bibliográficas
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Aristóteles. (2007). Ética nicomaquea. (E. Sinnott, Trad.) Buenos Aires: Colihue.
- Badiou, A. (2013). La República de Platón. (M. d. Rodríguez, Trad.) Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
- Comte-Sponville, A. (2005). Diccionario filosófico. (J. Terré, Trad.) Barcelona; Buenos Aires; México: Paidós.
- Platón. (2014). República (10a reimp.; 24a ed.). (A. Camarero, Trad.) Buenos Aires: Eudeba.
- Spinoza, B. d. (2005). Ética demostrada según el orden geométrico (7a reimpr., 1a ed.). (O. Cohan, Trad.) México: Fondo de Cultura Económica.
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Žižek, S. (2005). El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo. (A. Bixio, Trad.) Buenos Aires- Barcelona- México: Paidós.