La abolición del Estado como limitación de privilegios
En su canción Río de camalotes, el cantautor Mario Corradini, presenta en la primera estrofa una suerte de desafío para su interlocutor cuando, casi iracundamente, expresa: «Si yo digo verde a que usted no piensa en el camalote». Se podría retomar el guante (sobre todo si pensamos en los tiempos de Campaña Electoral que corren), y reformular aquel enunciado de la siguiente manera: «Si yo digo elecciones a que usted no piensa en la abolición del Estado». Este concepto que proviene del marxismo, y que fue retomado por Lenin en su libro El Estado y la revolución, está implicado de manera directa en lo que por lo general se suele presentar como el afecto común dominante en los tiempos de Elecciones, expresado en una suerte de deseo de que, con los nuevos candidatos, algo pueda cambiar en nuestra situación política, económica y social. La abolición de la que habla Lenin, no es necesariamente la de una supresión de todo sistema de gobernación, sino una serie de medidas políticas tendientes a limitar los privilegios de los funcionarios públicos como «todos los gastos de representación, […] los privilegios pecuniarios de los funcionarios, la reducción de los sueldos de todos los funcionarios del Estado al nivel del “salario de un obrero“» (Lenin Op. Cit.). Así, lejos de ser una suerte de realización pesadillesca del sueño anarquista, la abolición del Estado es nada más y nada menos que la implementación de medidas simples que, de hecho, ya se están llevando a cabo en los países “más civilizados” —como dijo torpemente Raffín—, como por ejemplo, Noruega, Dinamarca o Suecia. Lo que por lo general no se suele tener en cuenta sobre estos países, es que son lo que son porque sus ciudadanos, en caso de algún desliz de sus políticos, están dispuestos a salir a la calle y darles vuelta el país, o —como suele decirse— tirarles el país por la ventana. Un ejemplo de esto, son las tumultuosas manifestaciones en Francia o en otros países del llamado «Primer Mundo».
Las elecciones como síntoma de la impotencia política
Ahora bien, respecto de las elecciones, hay que decir que no son necesariamente un acto político, y que tampoco tienen como objetivo cambiar las condiciones materiales y simbólicas de las personas, sino sólo perpetuar en el aparato estatal a funcionarios parásitos que se benefician con las prerrogativas que les otorga ese Estado del que hablan Lenin y Marx. En nuestra ciudad, escuchamos a nuestros elocuentes candidatos hablando de todas las proezas que realizarán si ganan. Pero ninguno de ellos toca los temas de fondo, ante los cuales, por cierto, se sienten impotentes. Y de hecho, esto es más cierto en la medida que el verdadero poder revolucionario no está en manos de estos burócratas, sino en el seno de las masas; es decir, en la posibilidad de los animales humanos de devenir sujetos políticos. Es en el propio pueblo —si podemos llamarlo así— donde deben surgir las alternativas para solucionar los problemas políticos o sociales. Creer en los «políticos» que “nos representan”, es caer en la ilusión teológica de que ellos nos pueden salvar de nuestros males, siendo que en realidad están política y socialmente castrados. Esta es la verdad del Estado, y así es como se puede interpretar la máxima nietzscheana de que «Dios ha muerto». El Dios-Estado-burgués de las Democracias hace tiempo que está muerto; sin embargo, como el Mío Cid —al cual sus escuderos pusieron muerto arriba de su caballo para mandarlo de nuevo a la batalla—, el Estado Burgués sigue andando, como un muerto-vivo, sobre el corcel del Capitalismo. Y las elecciones son el momento en el que volvemos a poner ese muerto sobre el caballo, con su armadura reluciente, para que siga haciendo como si estuviera vivo.
El pueblo tiene el poder en sus manos
Sabiendo que nuestros candidatos están castrados e impotentes y que el Estado burgués está muerto, se hace entonces necesario poder pensar que es en vano poner las esperanzas de un cambio radical en ellos, que sólo existen para representar los intereses y favorecer los negociados de los grandes capitalistas, y que siempre cumplirán la función de perros guardianes de esos intereses mezquinos. El verdadero poder del pueblo —tal es el origen de la palabra democracia— está sólo en las manos del pueblo mismo. En eso, obviamente, se equivoca la tan ilustre Constitución Nacional cuando afirma que: «el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes». El pueblo es el único que debería deliberar y gobernar, porque son justamente estas deliberaciones las que involucran directamente su destino. Esto no tiene nada que ver con las insensateces de los socialistas, radicales y peronistas cuando proponen esas pantallas de humo bajo el nombre, tan pomposo como insulso de «presupuesto participativo», con el que se le quiere hacer creer a la gente que el Estado es una institución democrática. En realidad, nunca consultan al pueblo o a los ciudadanos para preguntarles, por ejemplo, cuánto debería ganar un funcionario público. Y de hecho, son excluidos sistemáticamente cuando se trata de decidir sobre cuestiones realmente importantes, salvo cuando se trata de votar o de hacerle creer que es partícipe, pero siempre en cuestiones políticamente irrelevantes.
El voto debe servirle al pueblo y no al Estado
Volviendo a las elecciones, «…en vez de decidir una vez cada tres o cada seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar […] al pueblo en el parlamento, el sufragio universal debía servir al pueblo, organizado en comunas, de igual modo que el sufragio individual sirve a los patronos para encontrar obreros, inspectores y contables con destino a sus empresas». O sea, en vez de servir a los funcionarios parásitos y a las clases dominantes, el voto debería servile a los ciudadanos, al pueblo de trabajadores, a las personas que mantenemos esto que llamamos país, con vida. Nunca al revés. Ojalá a la hora de votar, quien lo haga, pueda meditar un poquito estas cuestiones. Y como dice el melindroso padre Ceschi: «¿Lo pensamos en familia?».